"Mi recuerdo de antes de nacer, de inmediatamente antes de nacer, es de mi padre corriendo por los pasillos del sanatorio portando a rastras una botella de oxígeno. Parece que la matrona se había distraído y que mi madre, tan sufrida como siempre, había roto aguas mucho antes. Todo estaba preparado, supongo que yo también. Pero falló el protocolo de bienvenida. En mi recuerdo apócrifo, la luz entra a raudales por las ventanas. Al fin y al cabo eran las 9 de la mañana de un jueves 22 de junio. Nací morado. O tal vez nací ya muerto y el resto de la historia de mi vida es un invento o un sueño.
Lo siguiente
que recuerdo es una casa vieja, la más vieja y decrépita de una calle de
tierra, con la escalera de acceso más empinada que he visto en mi vida. En la
calle Hermanos Giménez, número 27.
No sé si son
recuerdos o proyecciones de la imaginación, ya digo. El sanatorio de Santa
Isabel quedó abandonado al poco de nacer yo, invadido por la vegetación, hasta
que lo derruyeron en medio de la fiebre especuladora. Por las fotografías, sé
que tuvo pinta de palacio de hadas o de duendes, con una verja que separaba el
jardín de la calle. La casa vieja donde pasé los fríos y los calores de la
infancia también la tiraron, claro. Y asfaltaron la calle y luego las casas lo
cubrieron todo. También la era en la que pateábamos el balón como posesos
tratando de que no cayera en el huerto del Mudo. Justo encima aterrizó, como un
ovni gigante, el centro cultural del Ensanche.
El colegio
del Divino Maestro donde estudié la primaria no ha caído, solo cambió de
propiedad y de uso. Pero el de Los Salesianos, donde seguí estudiando, ese lo
han barrido del mapa hace poco.
Es la
ciudad, que borra mis huellas. Como en una novela de Philip K. Dick, mi pasado
se convierte en humo para que no pueda revisitarlo, por si me doy cuenta de que
nunca fue verdad..."